Hay que ser niña y tener trece años para comprobar ciertos deleites a los que es casi imposible acceder sin esos dos requisitos, y hay torturas a las que solo los individuos que poseen ambas cualidades quedan expuestos a la posibilidad de padecer.
Comprobar en el espejo el efecto del carmín sobre tus labios y retirarlo inmediatamente después; tener una mejor amiga; rasgarte las medias a propósito; llenarte las muñecas de pulseras; tumbarte a escuchar música en tu habitación y no hacer nada más durante horas; descubrir lo agradable de contemplar su foto; elegir tu vestido para la fiesta por vez primera; llenar de corazones los cuadernos; dejarte el pelo largo; divagar por los universos interiores en clase; sentir que eres libre... Placeres insustituibles con fecha de caducidad.
Resistirse a la tentación de jugar con muñecas; sentir que eres menos independiente por creer amar; contemplar en el espejo, con dolor, que tu torso deja de ser absolutamente plano para tener volumen; en casa, a las ocho en punto; que ni siquiera tu madre te entienda, ni tú misma logres hacerlo; estar obligada a irte a la cama a las diez, cuando en realidad desearías quedarte contemplando la noche hasta la mañana; no ser la más guapa del universo... Batallas perdidas.
Si todo el mundo hubiese sido niña y tenido trece años, y lo recordase de continuo, el mundo sería tal vez más triste, pero mucho más hermoso.
Todos deberíamos ser niña y tener trece años alguna vez. Una obligación y un derecho del que nadie quedase excluido.
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