A veces cojo el bus en dirección contraria. Unas, me sucede sin darme cuenta; me dejo envolver por la multitud que me arrastra, y absorta en algún pensamiento, me descubro perdida en una línea que no pasa por mi destino. Otras, soy absolutamente consciente de que estoy subiendo a un autobús desacertado, pero una fuerza abrumadora que parte del centro de mi cuerpo y que aún no he llegado a controlar, me lleva a hacerlo.
Axioma: el tomar una línea de autobús en dirección equivocada, es la representación más clara del error en estado puro.
Así, en la cotidianidad de mis días, en ocasiones es la inercia la que, sin lugar a dudas, me lleva a cometer errores, y -oh, pobre mí- no soy capaz de descubrir que estoy equivocada hasta que alguien o algún hecho me lo advierte. En otras, tomo la deliciosa opción de errar, con todo conocimiento de las posibles consecuencias a mi exquisita determinación.
Me sucede que, a veces, después de saber que me equivoco, soy incapaz de dejar de persistir en mi error, aunque sepa que eso pueda acarrearme aún errores mayores. Permanezco, entonces, sentada mientras me alejo rápidamente del que era un claro destino, y movida por la interrogación de hasta qué punto me llevará este fallo, dónde desembocará esta línea, no puedo tomar la decisión de rectificar y hacer algo tan sencillo como cruzar un pasillo y tomar un autobús que avance en el sentido correcto, o en el que, al menos antes, suponía ser el correcto.
Equivocarme, quiero decir, tomar buses en la dirección contraria, me obliga a poner en evidencia como de acertado era el primer destino, o lo que al principio de todo, parecía ser lo correcto. Persistir en mis equivocaciones me lleva a reconsiderarlas como tales. Nunca sabes cómo de bello puede ser lo que encuentres en cuanto bajes, aunque no sea lo que esperabas ver.
A fin de cuentas, el error es algo relativo, cuestión de tiempo, opinión, obligación o costumbre. Mientras que el bus avanza en la que sabes que es la dirección equivocada, hay gente que viaja tranquila con la certeza de no poder tener una orientación más acertada.
Un pequeño desacierto es fácil de reparar. Si te pasas una parada de tu destino, media vuelta y parada atrás. No lleva más de tres minutos, cinco con mala suerte.
Suele hablarse de verdadera falta cuando la solución no es tan fácil de hallar, o lleva mucho más tiempo. Cuando la confusión me ha llevado demasiado lejos, el error se me convierte en verdadera ambición, y no deseo nada más que alejarme y alejarme de lo que antes podría haber sido un despiste remediable. No puedo parar de errar y ya no encuentro opción al cambio de rumbo, solo me queda aventurarme a descubrir qué había al final de la línea. Y cuando has llegado al final de la línea sin posibilidad al regreso, descubres que el fallo se convierte en acierto y el infortunio en éxito, y entonces eres consciente de que lo que antes parecía absolutamente disparatado, ahora ha pasado a convertirse en hipótesis o ruta posible y de ahí a teoría o destino final.
Por todo ello, me permito cometer errores siempre que tengo ocasión y suelo viajar en el sentido contrario a mi destino.
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