Abrió los ojos y saludó al invierno. Había un deje de tristeza en sus palabras y sus pupilas parecían huecas, totalmente mundanas. El invierno se había colado por un resquicio de la ventana. No sólo se trata del frío que le atizaba la piel. Era ese aura blanquecina desperdigada por la habitación. Eran esas lágrimas quejumbrosas en el borde de su párpado. Era la ausencia.
Descubrió que la primavera había huido de los cuadros florales del salón, que los mirlos piaban un réquiem. Descubrió también que los edificios de enfrente se habían vestido de luto. El invierno, eso era el invierno en su retina.
Salió dejándose la desolación vigilando el piso. Huyó de si misma y se reunió en la memoria de la década anterior. Cuando el invierno era sinónimo de nieve y risa, respiración unísona e imperturbable. Ahora todo aquello le resultaba nimio y banal. ¿Despegó finalmente el avión dejándola en una tierra marchita por el paso del invierno?
No podía recordar la última vez que el llanto la acunó en la calidez del sofoco. La lluvia tenía miedo de caer y se retenía en el borde, dejándola a medias, en ascuas, sin tormenta, sin sol, sin emoción. Sin mimo por parte de nadie. Ni el aroma de la pasta al dente con hierba buena podía mecerla. El invierno devastaba su vitalidad dejándola sumida en la inercia de los segundos.
El paseo duró una eternidad y pronto se descubrió sola frente a la inmensidad del lago de su infancia. El que reunía a las familias en domingo y a los cisnes en días de sol. Ahora se cernía la niebla y la soledad. En ese momento ella fue el lago. Se hundió en la profundidad del lodo hasta ahogarse. No esperó que la primavera la socorriera, sabía que no lo haría. Y murió, dentro de sí misma murió. El réquiem de los pájaros cesó y ella despertó de nuevo en una habitación blanquecina con vistas a una ciudad sometida al invierno. Pero ya no dolía tanto.
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