La noche del veintitrés, en alguna calle del centro, la vida cambió. No, eso sería incierto. Su vida cambió. El plumaje y el graznido desaparecieron, llevándose consigo todo lo que yo conocía de él. Apenas ese diez por ciento.
Cuando entró en el piso la mañana siguiente, supe por primera vez qué era el pánico. Algo dejó de funcionar en mi sistema nervioso y mi bien lograda ataraxia huyó abandonándome. Allí, húmeda por las lágrimas, conté las baldosas del suelo y los paneles del techo. Hecha un ovillo con el mentón en las rodillas, mi vida cambió.
Me sumergí en la poesía infinita, que empieza y termina con el mismo verso, obligándote una y otra vez a recitar los siguientes. Martilleaba las sienes con contundencia y maestría, haciendo daño de mil formas distintas. Mi mente dejó de pensar, mi cuerpo dejó de vivir. Pasaron meses. Me desperté.
Cuando digo que me desperté, hablo ciertamente, de un stop en mitad de una autopista de alta velocidad por la que circulaban todos mis sueños hacia el Norte. Sin fila y casi compitiendo, me abandonaban. Salían con la escopeta en el trasero de mi mente. Casi me había quedado vacía. Y luego ese maldito stop.
Desperté y miré el mismo techo de paneles blancos y las mismas baldosas de granito sobre las que una mañana de hacía —lo que yo entendí en ese momento— muchos años, mi vida había cambiado. Pero era algo más, su estado era comatoso. Al menos hasta ese momento. Y quise gritar pero las fuerzas se habían esfumado y el tiempo no era apropiado. Vi por la ventana que iba a llover, así que me levanté y recogí una colada que había olvidado en el balcón.
De lo que él era y lo que fue más tarde no volví a saber nada. Abandoné la idea de volar cuando el último pájaro se coló antes de que el stop retuviera, por supervivencia, el último sueño que me ataba a la vida. Mi último sueño no lo recuerdo, pero está ahí. Por el momento he encontrado este gato, con eso suman dos. Dos sueños valen para vivir durante mucho tiempo con alguna que otra sonrisa. Y con la melancolía, claro, ha vuelto a instalarse.
"—Sean buenos y perdonen mis metáforas", como dijo aquel viejo guionista bohemio.
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