Noche cerrada, cegada por las luces de una ciudad que se negaba a dormir. Yo también me negué entonces. Cambié el horario de mi reloj hasta situarlo por debajo del ecuador, quizá engañase el tiempo haciéndole creer que había huido hasta Las Bahamas. Quizá.
Anduve atropellando hojas secas de otoño, cruzando sonrisas y roces de mano. Anduve hasta caer rendida frente al único bar, de entre cientos, en el que estabas tú.
Fue un cruce de miradas, de una punta a otra, con tus labios oscuros dejando escapar el humor de un cigarrillo. Ese fue tu primer y último golpe de la noche.
Mi copa tembló hasta hacerse añicos y mi pecho sufrió el dolor agudo del infarto. Cómo y por qué no llegué a saberlo.
La taquicardia no consiguió matarme, después de todo. Y eso que el primer impacto dejó a mi corazón exhausto, a punto de explotar con un sólo latido de más. Pero ese latido no llegó, de modo que todo estuvo en calma algunos segundos después. Probablemente suene estúpido pero lo cierto es que la muerte consiguió salvarme. Ese instante en que el mundo dejó de girar para mí, ese pálpito que no sucedió. Sólo me queda darte las gracias por haber concurrido el único bar, de entre cientos, en el que yo entré aquella noche vestida de día.
La taquicardia no consiguió matarme, me mató tu mirada.
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