miércoles, 11 de noviembre de 2009

Y me quedé tirada en la cama, con la vista clavada en algún remoto punto del techo de mi habitación. Mi rostro mostraba una expresión tan inescrutable y a la vez placentera que semejaba haberme muerto ahí mismo, como un yonki después de meterse el último pico de la heroína más pura que jamás pudo existir.

No tengo ni idea de qué se me pasó por la cabeza en ese rato, ni siquiera estoy segura de haber pensado en algo. Probablemente lo único que hice fue eso, mirar sin ver nada, pensar sin razonar, sólo rememorar fotogramas de lo que acababa de ocurrir de la misma forma que pasamos las páginas de un álbum ajeno, mientras me acurrucaba entre unas sábanas que todavía conservaban su olor.

Tampoco abrí la ventana ni ventilé el cuarto hasta unas cuantas horas después, en un último intento por conservar su presencia el mayor tiempo que me fuera posible. Aire viciado con nuestro aliento, el eco de cada sonido retumbando en las paredes, el calor desprendido por cada poro del cuerpo. Hubiera permanecido así la vida entera, hacer que esa noche fuera una constante que se repitiese todos y cada uno de los segundos que me restan de existencia. Pero eso era imposible, tocaba enfrentarse a la realidad del suelo después de haber probado la suavidad de las nubes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario