domingo, 22 de mayo de 2011

Da la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es, a priori, de peor clase de la que puede ser el amor entre una persona y un perro (he dicho peor, no menor).
El amor entre una persona y un perro es un amor desinteresado. Jamás se ha planteado los interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?, ¿ha amado a alguien más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él? Es posible que todas estas preguntas que inquieren acerca del amor, que lo miden, lo analizan, lo investigan, lo interrogan, también lo destruyan.
Y algo más: el humano acepta al perro tal como es, no pretende transformarlo a su imagen y semejanza, está de antemano de acuerdo con su mundo canino, no pretende quitárselo, no tiene celos de sus aventuras secretas. No lo educa para querer transformarlo, si no para enseñarle un idioma elemental que haga posible la comprensión y la vida en común.
Y luego: el amor hacia el perro es voluntario, nadie fuerza a ello (como el antiguo imperativo de "ama a tu madre y a tu padre").
El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución.

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