Cuando me desperté debía de ser más tarde de lo normal, porque estaba yo sola en la cama y la luz se colaba a través de la persiana haciendo entretenidas figuritas sobre la madera del parqué. Era uno de esos momentos en los que se consigue no pensar en nada, o si esto es imposible, uno de los momentos en los que el pensamiento se reduce a su mínima unidad. Tenía hambre, pero no ganas de levantarme. Había una cajetilla de cigarrillos tuyos al lado de la cama, así que se me ocurrió encenderme uno .
Lo fume muy lentamente, observando como al aspirar se iba consumiendo poco a poco, y dejando escapar el humo entre los labios a la vez que levantaba la barbilla e inclinaba la cabeza con cierta jactancia, aunque nadie me miraba. Una vez fumado el cigarro, me levanté, me miré desnuda en el espejo por un instante, y fui al baño. Y me lavé la cara, y las manos, y me mojé el pelo un poco con las manos y luego lo peiné , con las manos también, y lo recogí en una coleta.
Fui al armario a por una camisa y al abrir la puerta me encontré con unos tejanos y un par de camisetas mías que debías de haberte probado antes de decidirte por alguna otra -en realidad estaba un poco cansada de tu manía de tirar mi ropa doblada y limpia al suelo-.
Me puse la primera camisa que encontré, que resultó ser una de cuadros rojos muy grande, de hombre. Abotoné un par de botones, remangué las mangas hasta el codo, me agaché hasta el cajón de las bragas, cogí unas y me las puse.
Pese a ser pleno diciembre, hacia un buen día, de hecho creo que había sido el sol a través de la ventana, lo que me había despertado; así que en la cocina, llené un vaso largo de café y le puse tres hielos, y me lo llevé al balcón.
Al principio estuve bien allí tal cual, pero luego comencé a aburrirme, así que atravesé el salón y caminé descalza (consciente ahora de que estaba descalza porque se me estaban enfriando los pies) hasta la estantería para coger un libro. Como no tenía muchas ganas de pensar, tomé un libro cualquiera del estante de los diccionarios y enciclopedias, que era el que quedaba más cerca de la puerta, y éste resultó ser un libro tuyo, de tu carrera.
Tus libros , -y en general, tus cosas- no tenían un orden asignado en mi casa, así que era corriente encontrarlos en cualquier lugar.
Derecho Mercantil me puse a leer al sol en el balcón, con lo que quedaba de un café aguado. Estuve leyendo jurisprudencia sobre derecho marítimo, y las distintas sentencias para abordaje, avituallamiento de buque, conocimiento del embarque, contrato de amarre, embargo preventivo de buques, hipoteca naval, etcétera. Pudo pasar una hora, cuando me di cuenta de que mi hambre era irremediable, y me dispuse a salir a comprar algo para comer.
Recordé que no me quedaba dinero. No tenía ganas de ir hasta mi cajero, que pillaba un poco lejos, así que busqué tu cartera, que solías olvidártela en casa, y la encontré en el suelo de mi habitación entre nuestra ropa interior del día anterior y unos vaqueros.
Di con algunos euros, un gramo de coca, y el número de teléfono con un “Ana” escrito con tu letra. Me dio rabia encontrar el número, pero en absoluto porque me molestase que finalmente te lo hubiese dado y tú lo hubieras anotado (como yo dije que ocurriría), sino porque había sucedido y por un motivo u otro tu habías decidido ocultármelo, y me sentía entonces, al abrir tu cartera, usurpadora de tu intimidad o de esa parte de ti que preferías reservar ante a mí. Pero tu intimidad me parecía mezquina, insignificante y ridícula: droga y un número de teléfono.
Y me entró pena. Me pareció por un momento que eran demasiadas las personas distintas a mí con las que sabía que te acostabas, que a veces tomabas demasiada coca sin un motivo expreso y eso me parecía inmaduro. Y mi pena se hizo un poco más grande, al volver a ver tu libro de Derecho Mercantil; estudiabas bastantes horas, tantas como asignaturas suspendías, y a mí tus libros no me parecían tan difíciles de estudiar como tú decías que eran. Además pensé en que siempre escribes “esque” (y no separas el verbo de la conjunción) y siempre pones “tí” (con esa tilde odiosa).
Una infravaloración desmedida que me quitó el hambre, y me hizo pensar que eras menos de lo que yo esperaba, y a consecuencia de ello me di cuenta de que acostarme contigo comenzaba a parecerme algo rutinario que ya no guardaba ningún interés , y pensé también–por pensar algo más-que quizá me merecía una cosa mejor, o que debería replantearme el creer o no creer en el amor–¡Qué tontería!, me dije a mí misma luego-, o que la noche que aguardaba–y esto sí que me parecía acertado-, no quería que la pasases en mi cama. Ni en mi casa.
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