Una vez has llegado a ese punto al que llaman tocar fondo, sabes que no hay vuelta atrás. Puede materializarse de un millón de maneras, diferentes para un millón de seres humanos. Puedes terminar en el hospital con un coma etílico, desplumar todo tu dinero en una partida de poker, perder a tu novio por un insípido y vacío polvo de una noche, o a un amigo por una fatal combinación de drogas y palabras incoherentes, o puedes despertarte en un polígono industrial del extrarradio de Móstoles sin ropa ni dinero ni recuerdos de la noche anterior. Pero todas tienen un factor en común, cuando llegas, sabes sin lugar a dudas donde estás. Al fondo de todo, en lo más profundo de la miseria humana, que tantas veces rozaste pero que jamás creiste que llegarías.
Por lo general, inmediatamente después te dedicarás a atormentarte y repasar infinitas veces la cadena de consecuencias que te llevó hasta ese preciso acto, barajando las posibles opciones alternativas que podrías haber llevado a cabo y que te hubieran llevado de vuelta, al día siguiente, a tu vida tal y como la conocías. Pero no hay vuelta atrás. El pasado se queda grabado a fuego y ahora sólo tienes dos opciones. Puedes recapacitar, reformarte, emplear lo ocurrido como una lección especialmente dura y a partir de ahora vigilar en extremo tus pasos para no tropezar dos veces con la misma piedra. Ni con ninguna otra. O puedes simplemente quedarte donde estás, en las profundidades, y a partir de ahora no volver a ver la luz del sol. Es fácil vivir una vez no te queda nada por lo que hacerlo; no hay riesgos. Puedes seguir tensando todas las cuerdas sólo para ver en qué punto empiezan a romperse. Puedes ser totalmente libre.
Elegir el camino es sencillo, lo complicado es llevarlo a cabo. Y empezar de nuevo siempre, siempre asusta.
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