lunes, 13 de agosto de 2012

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A veces el mundo se detiene, justo en el borde del abismo. Me veo a mí misma, allí de pie, acariciando la idea del vacío, la espesura de la no-consciencia, que es tan terrible como apacible y que me conoce tan bien como me conoce él y me conocen los pájaros. El tiempo, la vida, qué sé yo, algo se detiene y me quedo suspendida. A veces con un pie en el aire, a veces simplemente contemplando la caída. Y no me puedo mover, ni hacia delante ni hacia atrás, sólo puedo estar ahí esperando a que todo se ponga de nuevo en marcha, mientras los ojos se me llenan de lágrimas y no tengo fuerza para cerrar el párpado y dejarlas caer.
Me pregunto si valdría la pena bajar la mirada y dejar que el sueño penetre o simplemente mantenerme ocupada en otras tantas cosas. Pero, esta cabeza que no se calla, a veces se me cuela en los oídos y me susurra una y otra vez, una y otra vez, de forma constante, lo sencillo que resultaría estar sin estar y ser sin ser, dejándome guiar por la apatía.
Yo sé que tiene un nombre, algo impronunciable, algo que debería estarme prohibido siquiera sentir, imaginar, desear, saber. Un nombre que me cala en los huesos incluso cuando yace el sol arriba, dejando caer su peso muerto contra todo el universo. Y es un peso que duele, como me dolieron una vez todas las emes del abecedario. Y los números y los kilómetros y las canciones que me apuñalaban con letras hechas para mí y para otras millones de personas.
Pero qué voy a decir, echo de menos sentirme ligera,
como las plumas, como las hormigas, tan diminuta,
tan miserable, tan fácil,
nada propio de mí,
propio de ella.
El autobús tiembla y acabo por despertarme. El mundo se ha puesto en marcha de nuevo, dejándome atrás con una taquicardia de regalo. Me queda una parada y media. Nadie me ve, al menos no realmente.

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