La gente tiende a fragmentarse y a agruparse. Todo vocablo tiene su antónimo, toda persona tiene su opuesto. Izquierda y derecha, buenos y malos, ricos y pobres, vencedores y vencidos. Yo tengo la sensación de estar siempre a caballo, a medias, tal vez rozando ciertas puertas pero sin atreverme en absoluto a penetrar en ellas. La sensación de estar en ese vacío intermedio que para el resto no es más que un terreno de tránsito fugaz y para mí es lugar de permanencia habitual. Tal vez sea mejor eso que ciertos rincones a los que nadie quiere pertenecer, pero el hecho de estar en ellos les proporciona, al menos, una sensación de hermandad, de compartir el más profundo de sus anhelos, aunque éste sea el de huir de su propio grupo. Yo, en cambio, no siento ese calor de la fraternidad, porque habito un terreno baldío en el que los únicos seres que se divisan son meros transeúntes que desaparecen tan rápido como han llegado. Entre el blanco y el negro, soy esa mancha gris que algún pintor ha derramado por accidente.
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