viernes, 18 de diciembre de 2009

Ya estaba acostumbrada (o resignada) a ése orden lógico de vivir con la tranquila prolijidad de que las cosas estén en su lugar correspondiente, ahí donde no molesten ni hagan pensar a nadie.
Aprendí, como aprendieron todos, a llorar a escondidas, porque las lágrimas no se muestran.
Aprendí, como aprendieron todos, a no reírme sola mientras voy caminando por la calle. Tiene que haber compañía para que la risa no parezca una piedra lanzada al rostro de quién te ve reírte.
¿Acaso no pasaste nunca por delante de una plaza invisible? Cuantas veces el dolor, el apuro, la rutina, han hecho que cruzaras por una plaza sin darte cuenta, sin siquiera levantar la mirada para ver la copa de los árboles, sin oler la fragancia de tierra húmeda, a verde refrescado después de la lluvia...
En el estricto orden de las cosas, todo lo fui perdiendo, o casi todo. Hasta las ganas de decir. Hablo cada vez menos.
Por eso me hizo bien encontrarte. Hacía tanto tiempo que nadie me escuchaba como bebiendo mis palabras...

Prometiste volver, quién sabe cuando.
Siempre hemos estado despidiéndonos.
Siempre fijando una fecha para el próximo encuentro

Pero no importa, hoy me reí caminando sola por la calle, hoy miré uno por uno los árboles de la plaza y hasta charlé en voz alta con el aire liviano de la tarde, repitiendo palabras.

Y todo, todo se ha desordenado

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